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Para qué la enfermedad

 

Si, de una manera algo ingenua, dividiéramos el planeta en dos mitades culturales, Oriente y Occidente, y entendiéramos que, más allá de coordenadas, Occidente está formado por Estados que buscan el progreso y Oriente está compuesto de personas radicalmente unidas al concepto de vivir el presente, podríamos dilucidar la diferencia esencial entre ambas visiones atendiendo a dos tipos de preguntas: Por qué y para qué.

 Es propio del pensamiento científico la relación causa-efecto, de la misma forma que es propio de la mística encontrar el significado profundo que yace en todas las cosas. En los Estados que han hecho del progreso su meta, se busca de manera infatigable el porqué de todo lo que sucede; las personas que buscan el sentido de la vida intentan dilucidar el oculto propósito que anida en la sucesión de eventos que forman la experiencia humana.

Tomemos, por ejemplo, el tema de la enfermedad. El pensamiento científico busca las causas de las patologías para curarlas. El porqué de una enfermedad es investigado de forma mensurable por personas que estudian muchísimos casos y sacan conclusiones generalizables a la mayoría de la población. Esas conclusiones se discuten, se defienden, se revisan y son replicables, lo que redunda en beneficio de muchas personas (o así debiera ser). Si queremos saber el porqué de una enfermedad –y por ende, su curación- hemos de recurrir a esos expertos o convertirnos nosotros mismos en uno de ellos. 

La actitud mística, mientras tanto, reflexiona sobre el propósito de la enfermedad como evento de la propia vida de manera intransferible, y sus conclusiones dependen mucho de la claridad que vayamos conquistando con nuestra práctica espiritual. A más claridad, antes acertaremos con la respuesta a la pregunta: «¿Para qué tengo esta enfermedad?»

Es una pregunta que no está hecha para curarnos físicamente, sino para sanarnos espiritualmente, entendiendo por sanación la libertad, el fin último del yoga. Es, además, una pregunta cuya respuesta no se puede replicar y que, como mucho, puede servir de clave o de pista a otros compañeros de camino, nunca de fórmula o de receta (o así debiera ser). Cada uno es un experto de su propia experiencia, no de la ajena, y a lo máximo que podemos aspirar es a que alguien que ya ha pasado por eso nos ayude a ver claro en nuestra experiencia, no a encajar en la suya. Dicho de otra manera, al pensamiento científico le importa conservar la vida, curar las enfermedades, hacernos más sanos y más longevos. A la mística solo le interesa encontrar el camino de vuelta a casa.

Sin embargo, desde que tenemos memoria, sabemos de personas que conocen el porqué de las enfermedades, y su curación, careciendo absolutamente de base o de conocimientos científicos. Son excepciones, a veces veneradas, a veces perseguidas, casi siempre mal comprendidas. Tienen el don de comprender y de sanar, y muchas veces dedican su vida, que no es fácil, al servicio de los demás.

Pero en este cambio de Era, donde no parece haber nada que se libre del sistema consumista, los dones divinos se aprenden en cursillos y cualquiera que los pague puede acceder a un considerable batiburrillo de razones poco contrastables que «explican» todas las enfermedades y de etéreas terapias para sanarlas en consecuencia. Esas «razones» tienen mucho que ver con actitudes y comportamientos previos de la persona enferma y su entorno, lo que, aunque en teoría tenga su punto de verdad, en la práctica de nuestra cultura fuertemente culpabilizadora se traduce en un pseudocódigo moralizante de error/castigo/arrepentimiento/mejoría que no ayuda, precisamente, a la tranquilidad de espíritu de quien sufre la enfermedad.  El resultado ha sido que en el ámbito del yoga y en relación con él está habiendo un repunte del pensamiento mágico que trae mucha confusión a nuestras ya de por sí atormentadas mentes.

Hay, en el fondo de cada uno de nosotros, un sentimiento de apego a la vida, designado en el yogasûtra con el término abhiniveśa, que significa ‘profundamente instalado’. Según  es innato (svarasa, literalmente ‘nuestro auténtico sabor’) y afecta a todas las personas, incluso a los sabios (YS II.9).

Abhiniveśa es, de todos los kleśā-s, el más difícil de gestionar de una manera adecuada, puesto que está asociado con nuestro instinto de supervivencia, esa sed de vivir (āśia) que nos es tan necesaria para desarrollar nuestra experiencia y que imprime en nuestra especie, desde tiempo inmemorial (YS IV.10), el miedo a la muerte, en el que está incluido el miedo a la enfermedad y a la decadencia.

Los kleśā-s se traducen como ‘aflicciones’ porque opacan la claridad y posponen la libertad. Abhiniveśa nos ayuda a sobrevivir, pero también nos hace enormemente vulnerables ante los visionarios, los vendedores de remedios mágicos, los redentores y los moralistas que asocian al bien y al mal un premio o un castigo ya sea en una eternidad de goces (ángeles con arpas, huríes o comilonas) o de tormentos (fuego, hielo, olvido), o ya sea en una sucesión de vidas calamitosas o de calamidades en una sola vida, como a veces se interpreta el karma.

Y este apego a nuestro pobre cuerpo destinado a estropearse, unido al pensamiento mágico propio de la infancia espiritual en la que vivimos los muy mimados hijos del progreso, hace que  confundamos el porqué y el para qué.

La ley del karma, que mirada sin prejuicios nos facilitaría la interpretación de lo que nos sucede como la vía más adecuada para nuestra realización, se convierte entonces en un toma y daca bastante neurótico en el que proponemos explicaciones a lo que nos pasa en función de lo que creemos saber de nosotros mismos, sin darnos cuenta de lo mucho que ignoramos del universo con el que estamos interrelacionados. Y en el que nos sentimos premiados y castigados por nuestra conducta según funcione mejor o peor nuestro sistema inmunológico, sometiéndonos con ello a correlaciones moralistas altamente emocionales y, en general, más radicales de lo que aconsejan la compasión y la caridad.

Si, de una manera errónea, considerásemos que un ser humano solo puede ser o esto o aquello, dividiríamos el mundo en científicos y místicos, en personas lógicas y en personas de fe. Olvidaríamos por tanto, que el ser humano es una criatura dotada de ambas cosas no para que elija una, sino para que use cada una de ellas de manera adecuada. Es importante conocer el porqué de las leyes que nos rigen. Es esencial saber para qué estamos aquí. Y para cada una de las respuestas existen sus propias herramientas, procedimientos y abordajes.

 En ese sentido, ambas preguntas, por qué y para qué, se complementan maravillosamente, como maravillosa es la coexistencia del gusto por vivir intensa y conscientemente nuestra experiencia humana y de la apertura confiada a lo que vendrá después.

La enfermedad tiene unas causas, conocidas o desconocidas, evitables o inevitables, sometidas o no a nuestro control; pero sean cuales sean esas causas, lo que siempre tiene la enfermedad, como el resto de los eventos de nuestra vida, es un propósito. Y así como descubrir, prevenir y actuar frente a las causas de nuestra enfermedad no siempre está a nuestro alcance, descubrir el propósito de la enfermedad, como del resto de los eventos de nuestra vida, es una tarea que solo nosotros podemos hacer.

Hay cosas que sólo una enfermedad nos puede hacer ver. Suelen ser pequeñas revelaciones inexpresables, cosas que explicadas con palabras resultan obviedades, pero que quedan desde entonces grabadas en nosotros, nos transforman desde dentro hacia afuera, y nos hacen ser en un momento como no  habíamos conseguido ser a pesar de años de esfuerzos.

Hay veces que la generosidad, la tolerancia o la fe, tantas veces intentadas por nosotros como si fueran hitos en nuestro progreso hacia la «perfección» (ese mito con premio que nunca llega), se abren paso hacia nuestra conciencia desde el fondo de nuestra alma, donde habían estado desde siempre esperando que las reconociéramos. Pero es difícil estar en situación de preguntar «para qué» mi enfermedad si lo único que sentimos es miedo y rechazo por ella. Es difícil si la relacionamos con una muerte que nos aterroriza o con un castigo por nuestros errores y nos sentimos estigmatizados, apartados o «diferentes» a los «sanos», o a nosotros mismos cuando lo estábamos (o  creíamos estarlo).

Por eso, para hacer compatible nuestro instinto de supervivencia con nuestra aspiración a la auténtica libertad, tendremos que usar, en cada momento, las herramientas adecuadas. Para curarnos, escuchemos a los médicos: a pesar de sus errores llevan tras ellos muchas horas de rigurosa preparación. Para liberarnos, volvamos la atención a lo más auténtico de nosotros, el destello divino que está realizando la experiencia de esta vida humana. Porque es el miedo a la muerte lo que nos hace progresar. Pero es la aspiración a la libertad lo que nos hace florecer.

Luisa Cuerda